Poeta y basura

a

“En el jardín hay un cerezo dormido, pero parece muerto. Este otoño comenzó a sentirse apático, y la dejadez se apoderó de su espíritu. La vida, cansada de verle abúlico y desastrado, decidió que lo mejor sería que se tomaran un tiempo para reflexionar sobre su relación, y se marchó de vacaciones, dejándole en un estado de abatimiento que hizo que se fuera consumiendo poco a poco hasta que acabó por convertirse en lo que es ahora: el aletargado esqueleto de un cerezo; una osamenta de madera clavada al suelo, que solo espera que regrese la vida”.

Mostrando entradas con la etiqueta Microcuentos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Microcuentos. Mostrar todas las entradas

sábado, 19 de noviembre de 2011

Mirando el abismo

Yo, Juan de Mendoza Díaz, vengo a declarar lo siguiente: he matado.

Día 1

Ya hubo baladas en la cárcel de Reading, también el señor Meursault se las tuvo que ver con los barrotes. No será tan malo, ni tan duro. Qué importa… catorce años se pasan volando.

Día 15 

Nadie me dijo que estaría en régimen cerrado. ¿Qué es esto? Más de veinte horas solo en una celda… creí que podría relacionarme con otros presos. Bueno, no importa, mejor solo que mal acompañado.

Día 127

Ciento cincuenta minutos se me conceden exactamente para salir al patio. Ni uno más, ni uno menos. Los guardias, huraños, mezquinos, intentan quebrar nuestro estado de ánimo tratándonos como a perros o, lo que es peor, no tratándonos. Pobres desgraciados: yo seré preso por mis hechos, mas ellos lo serán por sus pecados.

Día 205

Día tras día, hora tras hora, segundo tras segundo. He perdido la percepción del tiempo. Hoy se parecía mucho a ayer, y a mañana, y a anteayer, y a hace dos semanas. Pero qué importancia tiene, si algún día saldré.

Día 334

Hace frío: el verano, como mi felicidad, desertó en la lobreguez de los pensamientos del que vive consigo mismo. El cuarto, destartalado no por el desorden sino por lo triste, me engulle poco a poco… su aliento de cemento, su silla de insulso plástico anclada al suelo y un colchón de gomaespuma que se apiada de mí algunas madrugadas, apolillándose por no llorar. El váter, colocado al lado de la cabecera de la cama, me invita a soñar con las cañerías y su agrio olor de heces muertas. ¡Hasta el aire se encuentra carcomido! Pero, ¿para qué respirar? Si aquí ni eso importa.

Día 730 (más o menos)

Según mis cálculos, ya llevo dos años. Hoy no está solo el cuarto frío, lo está también el mundo, calvo, desolado, sin rostro.

Día 1062

Caminando en círculos (o circulando en caminos ya trazados), pienso en muchas cosas: ¿cuántas almas hay aquí? ¿Cuántos ya se fueron y cuántas se quedaron? Esto es una cárcel dentro de una cárcel, un infierno dentro de otro. La mirada de mis ojos se pierde y la imaginación me traiciona trayéndome el pasado e hipótesis de futuro. Que no, que no importa.

Día 1245

¿Y si me fugo?

Día 1491

Asomado a la ventana de mi habitáculo, la luz de la ciudad se amotina contra la oscuridad impuesta por la noche. O eso creo, pues las vistas a través de barrotes son de dobles barrotes y un gran muro de hormigón indiferente a todo cuanto sucede, como si no importase. Escucho, sí, escucho la respiración entrecortada de algunos coches, el ruido de un tranvías agonizando o incluso a mi vecino de celda cuando tose. Preferiría no escuchar nada.

Día 1902

Hoy llueve: no salgo.

Día 1903

Me calé durante la noche. Contesté mal al guardia al desnudarme. Hoy tampoco salgo.

Día 2245

Hoy brilla el azul del cielo, pero los rayos del sol mueren en la reja que cubre el patio, cerniéndose sobre mí vestidos con deshilachadas sombras moribundas. Tampoco importa demasiado, mi cuerpo se ha acostumbrado a lo húmedo de la celda cuando me ducho. Pocas veces me siento tan desprotegido cuando, sin cortina pero con una brisa navajera, me corta la piel el gélido tacto de la no presencia.

Día 2876

Quiero leer pero con esta luz no puedo. Quiero dormir pero mi vecino tose demasiado. Quiero hablar con alguien pero nadie nunca puede. Quiero cumplir, salir y vivir pero así no llego. Quiero que no me importe pero cuesta.

Día 3005

La comida llegó a su hora por la trampilla de la puerta que da al suelo; me quedé dormido y estaba repleta de hormigas. Reclamé y no importó.

Día 4304

¡Oíd paredes, espacios insondables y sociedad sorda! ¡Oíd la voz del que a menudo olvida que tiene! ¡Sentid las manos aferradas a la angustia y un alma que escarcha besa! Dios, ¿dónde estás? ¡Arráncame la ojeriza de la memoria!

Día 4966

Y porque hace demasiado tiempo que a nadie le va a importar, con la silla por cadalso, la tubería del techo como horca y la soledad por verdugo, doy el paso hacia el vacío de la libertad.

Nítsuga Sotso Anibor

jueves, 21 de abril de 2011

Siete fuegos

AVISO A NAVEGANTES: no tengo ni puta idea de lo que he escrito. Tan solo sé que llevo un mes de sequía creativa y me ha salido esto. No sé si el género es fantástico, de aventuras, filosófico o de su puta madre. Repito: ni puta idea. Os permito que oséis a regalarme vuestras opiniones y, en particular, mediante la presente ordeno a Igor, infinitamente más ducho que yo en estos asuntos, a que me diga con exactitud de qué se trata esta atrevida parida ignota.

I

Caminé siete noches más por la Campiña. En la primera, compartí hoguera con un enano de las Montañas del Norte que se había extraviado. Hablaba sin parar de ambiciones por conseguir, de futuros felices y dichosos y de cómo acariciaban las brisas en los riscos de su tierra. Su barba pelirroja y vello de los brazos le daban un aspecto muy simpático y rudo a la vez, aunque comía con tal ferocidad que me costó contener la risa al escuchar sus postulados sobre el arte de la minería.

II

La siguiente noche, me crucé con un grupo de elfos del Bosque Esperpento, al lado de la Meseta Daikur. Demasiado arrogantemente sabios para mi gusto. Daban todo por obvio, olvidando que la mayor obviedad es el carácter perennemente cuestionable de las cosas. Supongo que la obsesión del perfeccionamiento les llevó a dilapidar los sentimientos y promover los sentidos, razón por la que creo que sus ojos perdieron en fulgor y ganaron en distancia. No conocían ni de la sorpresa ni del rugir del corazón. Me aburrí.

III

Preguntándome, al ocaso, a qué variopinto personaje conocería el tercer día de mi marcha, silbaba despreocupado montando el campamento. Herví el agua, desollé una liebre y nadie apareció. Comí tranquilo. Susurraban los vientos entre las hojas en sus tertulias vespertinas y, cuando más atención prestaba a lo que bisbisaban, llegó un perro pardo, de ojos tristes y apagados, gimiendo por un poco de comida. Ciertamente, me alegré mucho. Lo llamé Plasóteles.

IV

Al día siguiente, hubiese preferido estar solo a haber conocido a un grupo de hombres que provenían de las llanuras ígneas; esas tierras eran conocidas por lo dureza del vivir, pues siembre azotaba un sol impío desde cualquier punto, la tierra abrasaba y la siembra era imposible, por lo que los autóctonos se veían obligados a errar sin rumbo, nómadas, en busca de caza. Compartiendo camino, me supe aterrado, viendo cómo los más puros instintos les dominaban. Querían más y más. Solo para ellos. Y, si uno tenía una mayor cantidad de algo, era objeto de envidias del resto. No recapacitaban sobre las consecuencias de sus actos, tan solo pensaban en un presente tangible. Me repugnaban. ¿Cómo podrían tan neciamente ignorar su condición de mortales? Ellos reían y reían, bebiendo con vigor y una aparente seguridad en sí mismos. En cuanto pude, corrí entre las sombras.

V

Gobernando ya la oscuridad del quinto día, el caprichoso destino quiso que, por ayudar en el sendero a quien yo creía un mendicante, me ganase la amistad de un sabio mago de Belcanfur. Recuerdo, mientras cenábamos, su cara huyendo de mis ojos al esconderse entre el juego de luces alentado por el baile de llamas, un rostro curtido por el devenir de los años, las manos agrietadas por surcos de toda una vida. Habló mucho y de muchas cosas: me hizo imaginar otros mundos con otros seres, con otras gentes; proponía lunas, soles y atardeceres distintos, más complacientes, menos rígidos; conversó seriamente sobre la naturaleza del tiempo, la percepción de éste en cada una de las especies y el desosiego de la injusticia. Dando generosos tragos al vino peleón, me comentó con cierta satisfacción que la razón del destierro al que fue condenado encontraba la causa en la expulsión que se granjeó de su Orden por vomitarle en los pies una perdiz viva a Kharzaham, el jefe y más temido de los magos. Entonces, comenzó a despotricar sobre la corrupción que produce el poder, afirmando con brío que el poder corrompe y que, el poder absoluto, corrompe de manera absoluta. Continuando en su soliloquio, yo me limitaba a disfrutar escuchando cómo, con cada nueva palabra, iba destapando sus demonios, amores, odios y miedos más internos. Sus ojos se trocaron vidriosos, denotando la nostalgia de querer cambiarlo todo y no ser capaz de cambiarse ni a sí mismo. Al final, emitiendo unos sonidos en un lenguaje ininteligible, ordenó a la fogata no parar de arroparnos con su luz de fuego mientras durmiésemos.

VI

La sexta noche no quise hablar con nadie. No estaba de ánimos. Seguí caminando.

VII

Por fin, el último día llegué a la Catarata de los Gritos Ahogados. Había caminado mucho y mis pies estaban arrugados y enmohecidos. Abriéndome paso a duras penas por la maleza selvática que crecía alrededor, luchaba desesperadamente por terminar, de una vez por todas, con la causa de mi viaje. Aún recuerdo cómo grité al quedarme atrapado por unas tramposas enredaderas, todo parecía estar en mi contra y, en una cuasi fútil rebeldía, me convulsioné hasta conseguir salir. Un rato más tarde, exhausto y casi sin aliento, alcancé mi meta. Arrastrándome bocabajo con delicadeza por la roca caliza y colocando mi cabeza sobre mis manos adelantadas, me coloqué en un saliente y, en ese instante, sentí la magia del lugar. Al principio, cerré los ojos y quise escuchar; escuchar los pájaros piando contentos, el ineludible romper del agua y el grito ahogado de los condenados que caían como peleles. Después, abrí la mirada y, ante mí, se hallaba un paraíso natural: el torrente fluvial era blanco pero, cuando se iniciaba la catarata y estaba suspensa en el aire, se volvía fugazmente de un extraño color índigo, hasta caer al siguiente tramo del río, donde adquiría cambiaba a un profundo e insondable negro. Toda una metáfora, pensé.

El paisaje me mantenía absorto, seducido por las combinaciones cromáticas y la dulce sinfonía de gritos. Cuando descansé lo suficiente, hice lo que tenía que hacer. Recordé todos los momentos con mi mujer e hijos y, permitiendo el brotar de lágrimas, esparcí sus cenizas por el mismo viento que me los quitó.

Nítsuga Sotso Anibor © Todos los derechos reservados

Fotografía: Yo en noviembre de 2009 en el Parque de las Estatuas de Budapest.

viernes, 11 de marzo de 2011

Hoy papá murió (today dad died)

English version

Today dad died. Po’ man, he devoted all his years at the old family cinema. Today dad died and nobody came to see him. They say he never lived his own life, he was a lot of people, nobody knew him thoroughly but, I, hidden among the stalls, learned to glimpse the sadness with which he picked up the cold popcorns, the hardships that in him unleashed the fiery couples and the fatigue of sweeping daily. I remember the roughness of his hands cleaning the projector, the stale air because of the burning of hours and the sympathetic naps waiting in a so gnawed chair. I told him to dare to see the world, that it would never be late, that he shouldn’t be a coward. What stubborn he was. He replied that none would know to do things like him; it was a very serious job. However, among all, there was something that got recorded on my mind: the lean wisdom of my father that, between wrinkles and crinkles, gave me love.

Today dad died. Today dad died.



Versión española

Hoy papá murió. El pobre, dedicó todos sus años al viejo cine de la familia. Hoy papá murió y nadie vino a verlo. Dicen que nunca vivió su propia vida, que él era mucha gente, que nadie le conocía a fondo pero, yo, escondido entre el patio de butacas, aprendí a vislumbrar la tristeza con la que recogía las palomitas frías, la desazón que en él desataban las fogosas parejas y el cansancio del diario barrer. Me acuerdo de la aspereza de sus manos al limpiar el proyector, el viciado aire por el quemar de horas y las simpáticas cabezadas aguardando en su tan roído butacón. Yo le decía que se lanzase a conocer mundo, que nunca sería tarde, que no fuese cobarde. Qué terco él. Respondía que ninguno sabríamos hacer las cosas como él, que era un trabajo muy serio. Sin embargo, de entre todo, hubo algo que a fuego se me grabó: la sabiduría enjuta de mi padre que, entre arruga y arruga, me dio amor.

Hoy papá murió. Hoy papá murió.

Nítsuga Sotso Anibor © Todos los derechos reservados

domingo, 2 de enero de 2011

La carretera (The road)

English version:
It was exciting how, in the solemnity of the night, I crossed asphalt rivers through the mountains at the steering wheel of my old BMW 325 iX. Me, captain; the car, my boat; the mist, a terrible sea. Avoiding waves of bends immersed in a fog storm that seemed not to let breathe, I knew I was born in these countries; I was part of their bowels; an element embedded in a perfection that suspected no limits. So, I continued. I continued miles carrying the sunlight, as Apollo, to a thirsty nature of friendship and love, spinning in ways that, to an uncertain destinations collection, succulently invited me to take them by their sirens’ songs. Suddenly, a fleeting flash. Swift, my heart swallows. So soon, rocked into the abyss.

The next thing I remember is looking at a peaceful sky, at the zenith of a roll over, and to notice how the brightness of stars gives me a welcome.

Versión española:
Era emocionante cómo, en la solemnidad de la noche, surcaba ríos de asfalto a través de montañas al volante de mi viejo BMW 325 iX. Yo, capitán; el coche, mi barco; la niebla, un terrible mar. Esquivando oleadas de curvas inmerso en una caliginosa tormenta de brumas que parecía no dejar respirar, me supe oriundo de esos campos, parte de sus entrañas, un elemento más engarzado en una perfección que no conocía límites. Así, continué. Continué kilómetros llevando la luz del sol, como Apolo, a una naturaleza sedienta de amistad y cariño, danzando por caminos que, hacia un repertorio de destinos inciertos, suculentamente me invitaban a tomar sus sirenas. De repente, un fugaz destello. Raudo, el corazón se atraganta. Tan temprano, columpiado al abismo.

Lo siguiente que recuerdo es mirar a un sosegado cielo, en el zénit de una vuelta de campana, y notar cómo el brillo de las estrellas me daba la bienvenida.

Nítsuga Sotso Anibor
*Nota: a partir de ahora, voy a traducir todas mis publicaciones para abrirme a ser leído también por aquellos no hispanohablantes :)

(© Todos los derechos reservados)

sábado, 6 de noviembre de 2010

De John Doe y sus reyertas con la lluvia (microcuento)

John Doe caminaba sin norte en una dura madrugada de cualquier primavera en extravío. Cabizbajo, miraba el mecanizado movimiento de sus pies. John, silente. Ellos se movían porque querían; el destino era lo de menos. De repente, el tormento contra el que luchaba se exteriorizó: gritó, maldijo, pateó y sacó su más profundo ánimo asesino.

El cielo apagado le castigó con lluvia. Incesante lluvia. John, abrasándose por dentro y mojado por fuera, arruga la mirada, ahora enjuta, desafiando a las miles de gotas en hileras que contra el vacío (su vacío) se precipitan:

- Algún día me lo pagaréis, ¡malditas! – amenazó alzando el puño prieto.
a
¿Cómo podían ser tan crueles? Azotar sin compasión rostros de inocentes y culpables, sin distinción alguna.
Nítsuga Sotso Anibor - Microcuento 2

lunes, 1 de noviembre de 2010

Ígnea (microcuento)

Aquella noche en la que el cielo tenía cara de conejo, Ígnea, llama de la tercera hoguera del Bosque Esperpento, valsaba en el baile de la muestra de talentos. La desosegada brisa, resoplaba; los expectantes y vetustos robles, al acecho crujían; la oscuridad cernida sobre los fulgurantes danzarines hacía de esta velada un auténtico espectáculo al que chispas, centellas, amperios, rayitos e incluso intrépidas brasas, asistían. Todos juntos, formando corro, se deleitaban con los ondulados movimientos de Ígnea, cuya composición cromática amarillo-cian era causa de envidias ajenas. Ella sabía hacer crepitar a la madera como nadie, quemar con dulzura, reflejarse en obnubiladas pupilas y reavivar las ascuas de cualquier fogata moribunda. Y, de repente, cuando al son de la lumbre la llama dibujaba vaivenes imposibles, un goterón cayó impío sobre ella, apagándola, extinguiéndola; y sus restos, grisáceo humillo, se esparcieron sin voluntad por la lobreguez de las espesuras.

Más tarde, se supo que Candela, chiribita desertora, la había traicionado entregándola a las nubes.
Nítsuga Sotso Anibor - Ígnea (Microcuento 1)

El viaje íntimo de la locura