Poeta y basura

a

“En el jardín hay un cerezo dormido, pero parece muerto. Este otoño comenzó a sentirse apático, y la dejadez se apoderó de su espíritu. La vida, cansada de verle abúlico y desastrado, decidió que lo mejor sería que se tomaran un tiempo para reflexionar sobre su relación, y se marchó de vacaciones, dejándole en un estado de abatimiento que hizo que se fuera consumiendo poco a poco hasta que acabó por convertirse en lo que es ahora: el aletargado esqueleto de un cerezo; una osamenta de madera clavada al suelo, que solo espera que regrese la vida”.

domingo, 28 de agosto de 2011

Carta a Giuseppe Turrici (III)

28 de agosto, festividad de mi Santo tocayo

Al Signori Giuseppe Turrici

Dux della Serenísima República de Venecia,

Caro amico, espero que sepa disculpar la tardanza de su siempre fiel. Aprovecho este día especial para comunicarle que sus plegarias fueron atendidas y se me perdonó la vida. Tras sellar la anterior epístola, me arrodillé esperando, suplicando, un final. Sin embargo, la balanza cedió a mi favor: un comandante de las huestes florentinas, proveniente del sur, envainó su espada y, con un acento muy particular, me tomó juramento para que le acompañara allá donde fuese, pudiendo decidir por mí mismo tras un tiempo. Según dice, vio algo en mis ojos y es ahora cuando necesito preguntarle, exigirle, si cree usted que Dios intervino, si el Supremo entendió que aún no era mi turno, si está escrito en algún sitio el destino de los hombres.

No es fortuita mi pregunta: recurro a usted porque su sabiduría se encuentra escasamente limitada, porque la fama le precede en cuando a que es privilegiadamente ducho en conocimientos antropo-divinos. Mi vida ha dado un vuelco, no lo niego, por ello necesito rellenar los huecos que las dudas despiertan, el sentido de todo esto, la razón de mis malas noches.

En este instante, despojado de bienes, obligaciones y quehaceres, sabiendo que esposa e hijas están a salvo a la sombra de un monasterio, he vuelto a saborear la felicidad plena. Cada gramo de aire que respiro, cada gota de agua que me toca, cada fruta que de su planta retiro, cada pez que atrapo, lo siento en lo más profundo de mi ser, cierro los ojos y pienso “afortunado de mí”. Se me antoja inefable describirle un estado tal; ciertamente, he vuelto a nacer.

Le escribo, un ápice embriagado después de degustar un vino elaborado con pasión, desde Cefalú, Sicilia. Tras la caída de Siena, cuasi tan infausta como Troya, se repartió el botín de guerra y fui traído aquí para ayudar en la casa de mi nuevo amigo pero, sobre todo, para ilustrarle en artes y cultura. Giuseppe, ¡qué belleza! ¡Qué exotismo! ¡Qué tesoros esconde esta isla! ¡Qué graciosas mujeres! No solo sus hispanas gentes son encantadoras sino que cada roca lamida por la erosión de la vida misma, cada montaña pelada, cada céfiro abrasador, se me antojan como un paraíso terrenal. Algo caluroso, no se lo niego pero, ¿quién dijo que eso fuese malo? ¿Quién dijo que ver sufrir incluso a las bestias del desierto no se antojase hermoso? Además, no se imagina lo cristalino del agua del mar, tanto como la verdad que escupe un esclavo cuando se le azota, como los ojos de mi hija cuando reía.

Aquí, a menudo ayudo a los pescadores en su faena, recojo siembras, trabajo la tierra estriada y riego la misma con mi sudor. A la noche, refresca y el cielo regala una magnífica vista, la Luna se retoca en el mar y, dependiendo del enojo de los dioses paganos, el viento la molesta algunas veces más y, otras, menos. Los relojes encadenan las horas, rellenamos el aire con nuestras toscas voces y, cuando la garganta no puede más, llega el silencio anhelado. Es entonces cuando sucumbo a la memoria, Signore mío, y siento la obligación de retomar las riendas de mi anterior vida. Me encuentro entre Escila y Caribdis, pues mi deber moral libra una feroz batalla contra lo debido, lo razonable. Ciertamente, ¡no quiero volver! Aquí soy feliz y, si la felicidad es única, individual, personal, la prefiero para mí que para otros, y esto es muy egoísta, soy consciente. Por ello, acudo de nuevo a su consejo, para que me alumbre adecuadamente la senda que he de seguir. Usted me conoce bien, nuestra amistad es anciana y su respuesta despejará mi mente como la tormenta estival avisa con sus luces en el horizonte.

Sin más pero con mucho, se despide deseoso de recibir respuesta,

Augustino di Siena

Gran Duque

martes, 23 de agosto de 2011

Carta de Giusseppe Turrici (II)

15 de agosto, festividad de la Asunción de Nuestra Señora a los Cielos Empíreos

Del Dux de Venecia, Giuseppe Turrici, al Señor Augustino di Siena, Gran Duque

Querido Augustino di Siena:

Esta tarde paseaba yo en góndola por el Gran Canal, repartiendo sonrisas y zalemas a damas y caballeros, también en sus góndolas, cuando el señor cardenal de nuestra archidiócesis, al que había invitado, me refirió todo cuanto pasaba por la Toscana. Más tarde, ya en el despacho, pude leer vuestro correo, que un lacayo me trajo con urgencia, y que confirma todo cuanto me había descrito el prelado. Describís apasionadamente, como suele acontecer en vuestras misivas, los desmanes de la malhadada familia Médici, que Dios Nuestro Señor confunda. Espero que hayan respetado vuestra vida y que no manchen las aguas del Arno con vuestra preciosa sangre. Tened mucho cuidado con los miembros de ese apellido, gente vil, soez y de mala entraña, aunque hayan tenido el gusto de encargar obras artísticas para disimular que son los “parvenus” de la Europa.

Mis espías me han referido que el maestro Miguel Ángel ha porfiado desde Roma para esculpir la enorme estatua de un David bíblico en el momento de enfrentarse a Goliat, que dejó inconclusa el maestro Rosellino hace veinticinco años, trabajando sobre aquel bloque inmenso de mármol de la cantera de Fantiscritti, en Carrara. Y que han contratado como modelo a un joven español de tierras extremeñas, un muchacho de cabello hirsuto, vehemente de carácter pero sencillo y entregado corazón. Mis espías no me aclaran si la tenacidad del maestro Miguel Ángel se debe al interés por concluir la obra abandonada del maestro Rosellino o al interés por el joven español. Todo puede ser hallándose por medio el confaloniero de justicia, el señor Piero Soderini. Ignoro, mi querido Señor Duque, si conocéis al muchacho, dado que sabéis compaginar las liras poéticas con las libaciones nocturnas, tratando con gentes de toda condición y origen.

Aquí, la serenidad de nuestra serena República sólo está parcialmente alterada por la próxima venida de Su Santidad el Papa Julio II. Lo esperamos con intriga pues, aparte de su contrastado mal humor, vendrá con humos calientes por el plante que ha dado el maestro Miguel Ángel a los encargos pontificios. El balanceo de nuestros canales, las seducciones que tendrá a la vista, harán olvidar obispo de Roma sus devociones por Maquiavelo. Si decidís veniros inmediatamente, haré cuanto esté en mi mano para que os nombre, al menos, cardenal. El color púrpura casaría bien con vuestro apasionado carácter y el azabache de vuestra cabellera. De todos modos, ya sabéis que me presto siempre a ser vuestro guía, como Virgilio con Dante en su famosa Comedia. No muráis tan pronto. Aún nos quedan amaneceres por contemplar, inmersos en la levedad poética de Guido Cavalcanti.

Y debo dejaros. Mañana me reúno con el Consejo de los Diez y debo dictar el discurso a mis escribanos. Que la Santísima Virgen María de vuestro Duomo os proteja.

Giuseppe Turrici

Dux de la Serenísima República de San Marco en Venecia

domingo, 14 de agosto de 2011

Abrí la ventana y di gracias por un nuevo Apocalipsis

Cuando el Sol unta
al cielo con su brocha

de luz, enterrando la
noche bajo imperio
azul, despiertan las
bestias de su letargo.

Nadie sospecha
la hegemonía de
halcones en su volar,
ni los crepitantes
aullidos que acostumbran
los incendios.

Quizás se muden incluso
las montañas a otrora
tierra entrometida en
busca del sueño condenado
a errar sin zapatos por el mundo.


Allá donde secuestran colores,
dicen que está oscuro;
quizás severa sea la lluvia
con los que perdieron el respeto.
 

Sabremos la ira de los dioses
a la primera cabalgata
de relámpagos y pagarán
con sus pieles los hombres
como flores a insectos su tributo.

Caerán impíos sobre nuestras cabezas
como la manzana del árbol con la duda,
arrasando como despeinan ventiscas
a praderas presumidas.

Asediarán, como una crecida
a hormigas su hogar, las tempestades
por anegar hojarasca en corazones secos.
¿Quién desea un jardín de vacíos
si las espinas no se irán? ¿Acaso
no es hermosa la persistencia de
la mala hierba en su trepar?

Y así, callarán todas las voces
como un último gemido pone
a la vida su punto final, como
un pájaro herido revolotea
confuso hasta chocar.


Nítsuga Sotso Anibor © Todos los derechos reservados

sábado, 13 de agosto de 2011

Carta a Giusseppe Turrici

Al Signori Giuseppe Turrici

Dux della Republica de Venecia


Caro amico, le escribo con mano temblorosa y ojos bañados en dudas. Me encuentro dominado por la más atroz de las angustias, aún preguntándome qué hacer.

Como bien sabe, la ciudad arde en llamas y las gentes pueblan, envilecidas, las calles. Quizás, sea normal que anhelen resarcirse, obtener botines y violar mujeres pero, ¿qué culpa hay en mí? ¿Acaso pedí nacer en esta familia? El raciocinio ha abandonado incluso a aquellos que presumían de tenerlo; veo cómo el hombre troca en bestia y el mal anda más suelto que nunca. Ayer, atravesó una de las ventanas del palazzo la cabeza decapitada de mi fiel sirviente Filippo. Estoy encerrado, tan solo cuento con unos pocos hombres mal armados que, probablemente, desertarán o suplicarán por su vida. Me queda poco tiempo.

Las familias poderosas de la ciudad aseguraban seguridad y triunfo ante los florentinos pero esto no es más que catástrofe y ruina. Afortunadamente, envié en carroza a mi mujer e hijas fuera de la ciudad por si la situación empeoraba; sin embargo, nunca habría sido capaz de prever algo así. ¿Cómo es posible que pidan lo imposible? ¿Qué puedo hacer yo? Esa condenada familia Médici lo subvenciona todo. Ni calcular es posible cuántos siglos nuestras ciudades han estado enfrentadas, cuánta sangre ha sido derramada en los viñedos de nuestra bella Toscana. Imaginar esta ciudad dominada por otras manos me rasga el corazón. ¡Aquí fuimos concebidos para ser hombres libres! Cualquier ataque de semejante índole debería ser castigado con el azote de Dios Padre. Intento, vanamente, comprender la sinrazón que me rodea.

Sin embargo, es descifrar ahora con palabras los latidos de mi corazón lo que pretendo y que, cuando lo lea, satisfaga mi última voluntad relatando lo que le pido. Recuerdo, con gran pena, todos aquellos paseos que daba las noches que olían a lóbrego y me mezclaba con la plebe, seguro y feliz, custodiado por el vetusto barro de los edificios. No puedo sino sonreír por el tiempo pasado y no siento otra cosa sino un profundo deseo de arrebatar luz al sol y calor al fuego, aire al viento y verde al bosque, oscuridad a la noche y furia al hombre. Veo cómo la naturaleza se amotina contra sí misma, a cuerpos semi descuartizados agonizar e, incluso, a las aves carroñeras excitarse. No es esto lo que quiero recordar. Hábleme, se lo ruego, de los días que están por llegar, del olor del cielo al amanecer y de cómo silban despreocupados los pescadores; no se olvide de mencionar cómo progresan las cosechas, dedicarme un poema escrito en góndola y la emoción de arrojarse al canal desde un tercer piso.

Amigo Turrico, usted siempre me trató bien, supo comprenderme en un mundo donde abunda la ignorancia y el hierro forjado es el mejor maestro. No me avergüenza mojar la epístola llorando por el temor de lo que aguarda tras la muerte.

Ya están aquí. Suben hacia mis aposentos. Mañana, amanecerá el cielo manchado y las nubes se esconderán para que el Sol abrase a los injustos.

Sin más, espero que esta carta le llegue de alguna forma u otra y limpie honor y nombre de esta casa. Dé medio saco de oro a quien se la porte.

La muerte ha madrugado; ha madrugado demasiado.


Augustino di Siena

Gran Duque

El viaje íntimo de la locura