Este verano, entre otras obras, he devorado "Los idus de marzo", de Thornton Wilder. Confieso que, a pesar de que el estilo epistolar no me convencía, se encontraba estructurado con maestría, atando cabos continuamente, tapando posibles lagunas y arrastrando al lector ineludiblemente a través de la línea de tiempo.
Según el propio autor, a pesar de estar muy bien documentado, la caracterización y diálogos de los personajes es, en su mayoría, de cosecha propia a excepción de algunos poemas de Catulo rescatados.
A continuación, además de agradecer a quien me lo regaló, posteo uno de los capítulos que más me impactaron. Buen provecho.
Según el propio autor, a pesar de estar muy bien documentado, la caracterización y diálogos de los personajes es, en su mayoría, de cosecha propia a excepción de algunos poemas de Catulo rescatados.
A continuación, además de agradecer a quien me lo regaló, posteo uno de los capítulos que más me impactaron. Buen provecho.
VIII. DIARIO-CARTA DE CESAR A LUCIO MAMILIO TURRINO.
Probablemente entre el 4 y el 20 de septiembre.
970. Sobre las leyes de primogenitura y un pasaje de Herodoto.
971. Sobre la poesía de Cátulo.
Muchas gracias por las seis comedias de Menandro. Aún no he podido leerlas. Las he mandado copiar y antes de poco te devolveré los originales y algunos comentarios de mi cosecha. En verdad, debes de tener una biblioteca muy rica. ¿Hay algunos huecos que yo pueda llenar? Estoy escudriñando el mundo ahora en busca de un texto de la Lycurgeia, de Esquilo. Me costó seis años poder echar mano a los Comensales y a los Babilonios, de Aristófanes, que te envié la primavera pasada. La última, como notaste, es una copia muy pobre; algunos empleados de la aduana de Alejandría la habían cubierto con inventarios de cargamentos.
Incluyo en este paquete unas cuantas hojas de poemas. Las obras maestras antiguas desaparecen; otras nuevas, bajo Apolo, van llegando a tomar su lugar. Éstas son de un joven, Cayo Valerio Cátulo, hijo de un antiguo conocido mío que vive cerca de Verona. En el camino hacia el Norte [50] pasé la noche en su casa y recuerdo a los hijos y a la hija. De hecho, recuerdo que aprecié al hermano del poeta..., que después ha muerto..., muy altamente.
Te asombrará saber que la mujer a quien van dirigidos los poemas bajo el nombre de Lesbia no es otra que Clodia Pulquer, a la cual tú y yo escribimos poemas en nuestro tiempo. ¡Clodia Pulquer! ¿Por qué extraño encadenamiento de significaciones ha podido resultar que esta mujer, que ha perdido todo significado inteligible para sí misma y que sólo vive para marcar el caos de su alma sobre cuanto la rodea, pueda vivir ahora en la mente de un poeta como objeto de adoración y saque de él canciones tan radiantes? Te digo con toda seriedad que una de las cosas que más envidio en este mundo es el don del cual surte la gran poesía. A los grandes poetas les atribuyo la fuerza de mirar cara a cara la vida entera y armonizar lo que está dentro de ellos con lo que está fuera. Este Catulo bien puede pertenecer a ese grupo. Esos seres soberanos ¿estarán sujetos a las decepciones de la humanidad más baja? Lo que ahora me perturba no es el odio que me tiene a mí, sino el amor que siente por Clodia.
No puedo creer que se dirija sólo a su hermosura, y que la belleza del cuerpo baste a suscitar tales triunfos en la ordenación del lenguaje y de la idea. ¿Es tal vez capaz de ver en ella excelencias que a nosotros se nos esconden? ¿O ve la grandeza que indudablemente existía dentro de ella, antes de hundirse en el derrumbamiento moral que hoy despierta odio y risa en toda la ciudad? Para mí estas interrogaciones van unidas con las primeras que se suelen hacer a la vida misma. Continuaré ahondando en ellas y te comunicaré mis hallazgos.
972. Sobre política y nombramientos.
973. Referente a ciertas reformas introducidas en los Misterios de la Buena Diosa.
974. Se refiere a unos cuantos barriles de vino griego que César envía como regalo.
975. Sobre la petición de Cleopatra acerca de que se le permita, cuando esté en Roma, asistir a los Misterios de la Buena Diosa.
A los mismos..., hombres austeros, hombres sin alegría, que gritan a los que les rodean: «¡Sed alegres como lo somos nosotros; sed libres como nosotros lo somos!». Catón no es educable. A Bruto le he enviado a la Galia Citerior como gobernador, para que aprenda. Octavio está a mi lado, viendo todo el tráfico del Estado; pronto le haré salir a la arena.
Pero ¿por qué ha de odiarme Cátulo? ¿Pueden los poetas engendrar indignaciones con sentimientos adquiridos en viejos libros de texto? ¿Son los grandes poetas estúpidos en todas las cosas que no son poesía? ¿Pueden formar sus opiniones en las conversaciones de una mesa de juego o en los baños públicos? Confieso, amigo querido, que me asombra una flaqueza que siento despertarse en mi, una flaqueza delirante: ¡Oh, ser comprendido por un hombre como Cátulo, ser celebrado por su mano en versos que no se olvidarían pronto!
978. Sobre un principio de trabajo bancario.
979. Sobre algunas actividades de conspiradores en Italia, que agitaban con vistas a asesinarle. Véase nuestro LXI.
¿Recuerdas donde Escévola, Cabeza roja, nos pidió que fuéramos de caza con él, el verano en que volvimos de Grecia? La segunda cosecha de trigo se presenta allí muy bien. [Esto es una indicación financiera, oblicuamente formulada para no poner sobre aviso a sus varios secretarios].
981. Sobre la pobreza de adjetivos que distinguen el color en la lengua griega.
982. Sobre una posible abolición de todas las observancias religiosas.
Anoche, mi noble amigo, hice algo que no había hecho desde hace muchos años: escribí un edicto; lo volví a leer; y lo hice pedazos, me consentí una incertidumbre. Estos últimos días he estado recibiendo informes absurdos sin precedentes de los desentrañadores de aves y los escuchadores de truenos. Por si era poco, los tribunales y el Senado han estado cerrados dos días porque un águila dejó caer algo no muy limpio en uno de sus vuelos sobre el Capitolio. Me iba faltando la paciencia. Me negué a dirigir el ritual de propiciación, a hacer la pantomima del espantado autorrebajamiento. Mi mujer y hasta mis criados me miraban de reojo. Cicerón se dignó aconsejarme que cumpliese con las expectaciones de la superstición popular.
Anoche me senté y escribí el edicto que abolía el Colegio de Augures y declaraba que de aquí en adelante no existían días que debieran considerarse nefastos. Lo escribí dando a mi pueblo las razones de tal acción. ¿Cuándo he sido más feliz? ¿Qué placeres son mayores que los de la honradez? Escribía y las constelaciones se deslizaban ante mi ventana. Dispersé el Colegio de Vírgenes Vestales; casé a las hijas de nuestras primeras casas y dieron hijos e hijas a Roma. Cerré las puertas de todos nuestros templos, excepto los de Júpiter.
Arrumbé los dioses en el abismo de ignorancia y temor del que habían salido y en ese semimundo traidor en que la fantasía inventa mentiras consoladoras. Y por fin llegó el momento en que puse a un lado lo que había hecho, y empecé a escribir de nuevo para anunciar que ni siquiera Júpiter había existido nunca; que el hombre estaba solo en un mundo donde no se oían más voces que la suya, un mundo ni amigo ni enemigo sino como él mismo lo hacía.
Y volviendo a leer lo que había escrito, lo destruí. Lo destruí no por las razones que Cicerón me diera..., no porque la ausencia de una religión de Estado haría surgir supersticiones en forma clandestina y originaría prácticas aún más bajas (cosa que ya está sucediendo); no porque medida tan extensa rompería el orden social y hundiría a las gentes en desesperación y desaliento como rebaño en una tormenta. En cierto orden de reformas, las dislocaciones causadas por el cambio gradual son casi tan grandes como las que produce una alteración total y drástica. No, no fueron consuelos y las mentiras que le hacen resignarse a la ignorancia y a la inercia; no me tengo por segundo de nadie en mi odio a toda poesía que no sea la mejor..., pero la gran poesía, ¿es la realización cumbre de los poderes del hombre o no es sino una voz que viene de fuera del hombre?
Tercero, un momento que acompaña a mi enfermedad y cuya insinuación de que existen un conocimiento y una felicidad más grandes me cuesta trabajo desecharla. [Esta frase evidencia la confianza ilimitada que César tenía en su corresponsal. César nunca permitió que se aludiese a sus ataques epilépticos.] Y, finalmente, no puedo negar que a veces me doy cuenta de que mi vida y los servicios que he prestado a Roma parecen haber sido forjados por un poder que está más allá de mí mismo. Bien puede ser, amigo, que sea yo el más irresponsable de los hombres, capaz desde hace mucho de traer sobre Roma todos los males que pueda sufrir un Estado, a no ser por el hecho de que fui el instrumento de una sabiduría más alta que me eligió por mis limitaciones y no por mi fuerza. Yo no reflexiono, y bien puede ser que esa instantánea operación de mi juicio no sea otra cosa que la presencia del daimón que llevo dentro, que es ajeno a mí, y que es el amor que los dioses tienen a Roma y a quienes mis soldados adoran y el pueblo reza por la mañana.
Hace unos cuantos días te escribí con arrogancia; dije que, como no respeto la opinión de hombre alguno, no necesito consejos de nadie, y acudo a ti en busca de consejo. Piensa en todas estas cosas para que me des todo tu pensamiento cuando nos veamos en abril. Entretanto, escruto cuanto pasa fuera y dentro de mi y particularmente el amor, la poesía y el destino. Y ahora veo que he estado haciendo estas preguntas toda mi vida, pero uno no sabe qué es lo que sabe, ni siquiera qué es lo que desea saber, hasta que a uno le desafían y tiene que apostar en el juego. Ahora me desafían: Roma exige de mí un nuevo engrandecimiento. Me queda poco tiempo.
Probablemente entre el 4 y el 20 de septiembre.
970. Sobre las leyes de primogenitura y un pasaje de Herodoto.
971. Sobre la poesía de Cátulo.
Muchas gracias por las seis comedias de Menandro. Aún no he podido leerlas. Las he mandado copiar y antes de poco te devolveré los originales y algunos comentarios de mi cosecha. En verdad, debes de tener una biblioteca muy rica. ¿Hay algunos huecos que yo pueda llenar? Estoy escudriñando el mundo ahora en busca de un texto de la Lycurgeia, de Esquilo. Me costó seis años poder echar mano a los Comensales y a los Babilonios, de Aristófanes, que te envié la primavera pasada. La última, como notaste, es una copia muy pobre; algunos empleados de la aduana de Alejandría la habían cubierto con inventarios de cargamentos.
Incluyo en este paquete unas cuantas hojas de poemas. Las obras maestras antiguas desaparecen; otras nuevas, bajo Apolo, van llegando a tomar su lugar. Éstas son de un joven, Cayo Valerio Cátulo, hijo de un antiguo conocido mío que vive cerca de Verona. En el camino hacia el Norte [50] pasé la noche en su casa y recuerdo a los hijos y a la hija. De hecho, recuerdo que aprecié al hermano del poeta..., que después ha muerto..., muy altamente.
Te asombrará saber que la mujer a quien van dirigidos los poemas bajo el nombre de Lesbia no es otra que Clodia Pulquer, a la cual tú y yo escribimos poemas en nuestro tiempo. ¡Clodia Pulquer! ¿Por qué extraño encadenamiento de significaciones ha podido resultar que esta mujer, que ha perdido todo significado inteligible para sí misma y que sólo vive para marcar el caos de su alma sobre cuanto la rodea, pueda vivir ahora en la mente de un poeta como objeto de adoración y saque de él canciones tan radiantes? Te digo con toda seriedad que una de las cosas que más envidio en este mundo es el don del cual surte la gran poesía. A los grandes poetas les atribuyo la fuerza de mirar cara a cara la vida entera y armonizar lo que está dentro de ellos con lo que está fuera. Este Catulo bien puede pertenecer a ese grupo. Esos seres soberanos ¿estarán sujetos a las decepciones de la humanidad más baja? Lo que ahora me perturba no es el odio que me tiene a mí, sino el amor que siente por Clodia.
No puedo creer que se dirija sólo a su hermosura, y que la belleza del cuerpo baste a suscitar tales triunfos en la ordenación del lenguaje y de la idea. ¿Es tal vez capaz de ver en ella excelencias que a nosotros se nos esconden? ¿O ve la grandeza que indudablemente existía dentro de ella, antes de hundirse en el derrumbamiento moral que hoy despierta odio y risa en toda la ciudad? Para mí estas interrogaciones van unidas con las primeras que se suelen hacer a la vida misma. Continuaré ahondando en ellas y te comunicaré mis hallazgos.
972. Sobre política y nombramientos.
973. Referente a ciertas reformas introducidas en los Misterios de la Buena Diosa.
974. Se refiere a unos cuantos barriles de vino griego que César envía como regalo.
975. Sobre la petición de Cleopatra acerca de que se le permita, cuando esté en Roma, asistir a los Misterios de la Buena Diosa.
A los mismos..., hombres austeros, hombres sin alegría, que gritan a los que les rodean: «¡Sed alegres como lo somos nosotros; sed libres como nosotros lo somos!». Catón no es educable. A Bruto le he enviado a la Galia Citerior como gobernador, para que aprenda. Octavio está a mi lado, viendo todo el tráfico del Estado; pronto le haré salir a la arena.
Pero ¿por qué ha de odiarme Cátulo? ¿Pueden los poetas engendrar indignaciones con sentimientos adquiridos en viejos libros de texto? ¿Son los grandes poetas estúpidos en todas las cosas que no son poesía? ¿Pueden formar sus opiniones en las conversaciones de una mesa de juego o en los baños públicos? Confieso, amigo querido, que me asombra una flaqueza que siento despertarse en mi, una flaqueza delirante: ¡Oh, ser comprendido por un hombre como Cátulo, ser celebrado por su mano en versos que no se olvidarían pronto!
978. Sobre un principio de trabajo bancario.
979. Sobre algunas actividades de conspiradores en Italia, que agitaban con vistas a asesinarle. Véase nuestro LXI.
¿Recuerdas donde Escévola, Cabeza roja, nos pidió que fuéramos de caza con él, el verano en que volvimos de Grecia? La segunda cosecha de trigo se presenta allí muy bien. [Esto es una indicación financiera, oblicuamente formulada para no poner sobre aviso a sus varios secretarios].
981. Sobre la pobreza de adjetivos que distinguen el color en la lengua griega.
982. Sobre una posible abolición de todas las observancias religiosas.
Anoche, mi noble amigo, hice algo que no había hecho desde hace muchos años: escribí un edicto; lo volví a leer; y lo hice pedazos, me consentí una incertidumbre. Estos últimos días he estado recibiendo informes absurdos sin precedentes de los desentrañadores de aves y los escuchadores de truenos. Por si era poco, los tribunales y el Senado han estado cerrados dos días porque un águila dejó caer algo no muy limpio en uno de sus vuelos sobre el Capitolio. Me iba faltando la paciencia. Me negué a dirigir el ritual de propiciación, a hacer la pantomima del espantado autorrebajamiento. Mi mujer y hasta mis criados me miraban de reojo. Cicerón se dignó aconsejarme que cumpliese con las expectaciones de la superstición popular.
Anoche me senté y escribí el edicto que abolía el Colegio de Augures y declaraba que de aquí en adelante no existían días que debieran considerarse nefastos. Lo escribí dando a mi pueblo las razones de tal acción. ¿Cuándo he sido más feliz? ¿Qué placeres son mayores que los de la honradez? Escribía y las constelaciones se deslizaban ante mi ventana. Dispersé el Colegio de Vírgenes Vestales; casé a las hijas de nuestras primeras casas y dieron hijos e hijas a Roma. Cerré las puertas de todos nuestros templos, excepto los de Júpiter.
Arrumbé los dioses en el abismo de ignorancia y temor del que habían salido y en ese semimundo traidor en que la fantasía inventa mentiras consoladoras. Y por fin llegó el momento en que puse a un lado lo que había hecho, y empecé a escribir de nuevo para anunciar que ni siquiera Júpiter había existido nunca; que el hombre estaba solo en un mundo donde no se oían más voces que la suya, un mundo ni amigo ni enemigo sino como él mismo lo hacía.
Y volviendo a leer lo que había escrito, lo destruí. Lo destruí no por las razones que Cicerón me diera..., no porque la ausencia de una religión de Estado haría surgir supersticiones en forma clandestina y originaría prácticas aún más bajas (cosa que ya está sucediendo); no porque medida tan extensa rompería el orden social y hundiría a las gentes en desesperación y desaliento como rebaño en una tormenta. En cierto orden de reformas, las dislocaciones causadas por el cambio gradual son casi tan grandes como las que produce una alteración total y drástica. No, no fueron consuelos y las mentiras que le hacen resignarse a la ignorancia y a la inercia; no me tengo por segundo de nadie en mi odio a toda poesía que no sea la mejor..., pero la gran poesía, ¿es la realización cumbre de los poderes del hombre o no es sino una voz que viene de fuera del hombre?
Tercero, un momento que acompaña a mi enfermedad y cuya insinuación de que existen un conocimiento y una felicidad más grandes me cuesta trabajo desecharla. [Esta frase evidencia la confianza ilimitada que César tenía en su corresponsal. César nunca permitió que se aludiese a sus ataques epilépticos.] Y, finalmente, no puedo negar que a veces me doy cuenta de que mi vida y los servicios que he prestado a Roma parecen haber sido forjados por un poder que está más allá de mí mismo. Bien puede ser, amigo, que sea yo el más irresponsable de los hombres, capaz desde hace mucho de traer sobre Roma todos los males que pueda sufrir un Estado, a no ser por el hecho de que fui el instrumento de una sabiduría más alta que me eligió por mis limitaciones y no por mi fuerza. Yo no reflexiono, y bien puede ser que esa instantánea operación de mi juicio no sea otra cosa que la presencia del daimón que llevo dentro, que es ajeno a mí, y que es el amor que los dioses tienen a Roma y a quienes mis soldados adoran y el pueblo reza por la mañana.
Hace unos cuantos días te escribí con arrogancia; dije que, como no respeto la opinión de hombre alguno, no necesito consejos de nadie, y acudo a ti en busca de consejo. Piensa en todas estas cosas para que me des todo tu pensamiento cuando nos veamos en abril. Entretanto, escruto cuanto pasa fuera y dentro de mi y particularmente el amor, la poesía y el destino. Y ahora veo que he estado haciendo estas preguntas toda mi vida, pero uno no sabe qué es lo que sabe, ni siquiera qué es lo que desea saber, hasta que a uno le desafían y tiene que apostar en el juego. Ahora me desafían: Roma exige de mí un nuevo engrandecimiento. Me queda poco tiempo.
Uau. Creo que sin esta entrada no habría leído los idus, o parte, jamás. Gracias, kamaradeen Ostos.
ResponderEliminarTan extraño como extraordinario girar la cabeza hacia el pasado, aunque sea fingidamente como aquí. Porque tiendo a creer que solo existimos nosotros y que todo aquello en realidad fue un cuento. Y yo creo que este autor que no conozco juega con ello. César hablando, César imaginado.
Muy interesantes las reflexiones sobre Catón. Malditos poetas. Pero, qué podía envidiar César?
Saludos.
Uno (excepto execrables entes) siempre tiende a pensar ciertas cosas que, ineludiblemente, acostumbran a erizar el vello.
ResponderEliminarYo, personalmente, hago lo posible por dejar de pensar en triste a cambio de imaginarme un Dios loco, un enviado jeje. Es peligroso enpantanarse en tan farragosa ciénaga.
Desde el amable Derecho Administrativo II,
Ostos.