Recuerdo que, hace un par de años, estaba leyendo en casa un libro de "Poesía Extremeña" que había financiado la Junta de Extremadura. Aunque la mayoría de los versos me caían en saco roto (no sé cómo no pusieron nada de Francisco Aldana), mereció la pena el tiempo invertido en uno de los poemas: "Razón de la vigilia", de Benito Acosta. Esta pieza la transcribí palabra a palabra porque no la encontré en Internet y, ciertamente, aunque me recuerda en algunos atisbos al "Don de la ebriedad" de Claudio Rodríguez, encierra un halo de misterio, un grito desgarrado al cielo envuelto en seda.
Nacido en Zalamea de la Serena en 1937, entró en el Seminario de San Atón (Badajoz) el año 1952 y se ordenó presbítero el 7 de abril de 1962. Diferencias muy serias con el Obispo le hicieron pedir traslado a la diócesis de Málaga, donde vivió los mejores años de su vida como párroco de Mollina.
Yo repaso mis años y recuento
los días y las horas instaladas
en mi respiración y observo algunas
costumbres de vivir donde habitabanlos días y las horas instaladas
en mi respiración y observo algunas
entonces emociones. Pero algo
transfiguraba mis fotografías
mientras faltaba tiempo para todo
y esperaba los rostros y paisajes
a pleno sol o en bares de relojes
lentísimos, y fui llenando toda
mi estatura de mí penosamente
hasta llegar a respirarme en días
de cielo tan glorioso que flotaba
sobre la mansedumbre de las nubes.
Después vinieron días destinados
al olvido global con argumentos
esenciales salvados en pateras
de consistencia milagrosa, días
de vigilante voluntad de ser
en medio de la asfixia, de sentirme
fuera del huracán sin voz ni voto,
o tan sólo con voz tal vez, ahogada
por gritos en papeles que la tierra
conduce, inexorable, al primigenio
limo. Y, en tanto, laboraba algo
la arcilla de mi piel con comisuras
irreversibles y algo convocaba
en mi interior a ausencias sin remedio.
Eran días iguales. Maravilla
pensar que tantas cosas sucedieran
dentro y fuera de mí; que algo, de pronto,
sin historia aparente, comenzara
a fallar, el oído, la columna,
la vista, la tensión, y en el espejo
era difícil designar al niño
que se asombró del rostro que guardaba
desconocidas cifras en sus ojos.
Ahora en mi tertulia se ha sentado,
silenciosa, la muerte. No sostiene
conversación alguna ni demuestra
sentimientos ni prisa. Está presente
y mira o no y escucha o no y observa
no el reloj de todo lo empezado
para poner tan torpemente a salvo
tanto dolor de noches intentando
dictar a mis papeles cómo arde
todo mi ser de enigmas amorosos
y terribles, y miro en vano el ceño
de su rostro –ya sé que, sin que valga
apelación, pronunciará mi nombre
y todo quedará inconcluso– y diluye su presencia
en el trajín del día. Yo por eso
perfilo el inventario de mis calles,
silencios, olas y constelaciones;
anoto luz por luz todas mis horas
y nube a nube los atardeceres
más lejanos y siento que es un campo
sagrado, un equipaje que no tiene
ninguna otra criatura, y que no puedo
dejar a la intemperie de la muerte.
Benito Acosta